Comentario introductorio al Análisis Económico del Derecho de Sociedades

Frontis de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, España.

Señala Francisco Reyes Villamizar (2011) que el Análisis Económico del Derecho (AED) «se ha convertido en una de las principales herramientas para la difusión y desarrollo de las diversas disciplinas en que se divide el Derecho Mercantil», dado que es en esta área del Derecho en que aún es posible encontrar vigentes los presupuestos más tradicionales del AED como la idea de eficiencia y la maximización de la riqueza como valor central en el ordenamiento jurídico.

En el caso particular del Derecho de Sociedades, no resulta posible entenderlo sin comprender aspectos de la teoría económica. De este modo, desde la legislación, pasando por la jurisprudencia, hasta incluso la dogmática tradicional en la materia1 hacen algo de análisis económico a la hora de abordar los problemas que giran en torno a las sociedades. Es en el estudio de la sociedad donde más queda de manifiesta la interdependencia entre Derecho y Economía: construir su «naturaleza»2 y su finalidad3.

Desde un punto de vista amplio, el Derecho de Sociedades aparece cuando un grupo de personas se pone de acuerdo para realizar una actividad conjunta (Alfaro Águila-Real, 2014). ¿Pero por qué las personas querrían realizar una actividad en común y no desarrollarla por separado? Pues (y ahí entra el AED) porque de ese modo es más eficiente, llegándose a producir economías de escala. Piénsese que si A, B y C producen en común un bien o servicio X obtendrán mejores resultados si cada uno produjese ese mismo bien o servicio X por su cuenta. Ésta es la justificación económica de la sociedad. Por su parte, la justificación desde el Derecho yace en que estos modelos corresponden a instituciones de cooperación humana4.

La dimensión económica desde donde se explica el fundamento del Derecho de Sociedades considera a la sociedad como un mecanismo que facilita la cooperación entre individuos. Desde un punto de vista más técnico, la sociedad reduce los costes de transacción, de información y de agencia (Coase, 1937). Para un enfoque coesiano «las sociedades surgen cuando es posible reducir los costes mediante la delegación de poder que se hace en un administrador quien queda facultado para dirigir la asignación que la sociedad hará de los factores de producción» (Bainbridge, 2002).

Con todo, en un sentido estricto (de derecho objetivo), el Derecho de Sociedades aparece cuando esa actividad conjunta que se disponen a realizar un conjunto de personas tiene como elemento el lucro. Esto al tenor del artículo 2053 inciso 1 del Código Civil chileno que define a la sociedad como «un contrato por el cual dos o más personas estipulan poner algo en común con la mira de repartir entre sí los beneficios que de ello provengan»5. Misma situación se evidencia en el Código Civil español, en donde se define a la sociedad como «un contrato por el cual dos o más personas se obligan a poner en común dinero, bienes o industria, con ánimo de partir entre sí las ganancias».

Un aspecto a resaltar de la forma recién mencionada por la que entender al Derecho de Sociedades, o la que he llamado como en «sentido estricto», es que descansa sobre una dimensión contractualista según la cual la sociedad surge de un libre acuerdo entre los socios manifestado en un contrato, recogida por los códigos decimonónicos. Las partes de la sociedad celebran un contrato «para desarrollar una actividad con ánimo de lucro, es decir, para obtener beneficios repartibles entre los socios» (Vásquez Palma, 2019). Existiría un nexo contractual societario por el que la sociedad se constituye «como un centro de imputación de derechos y obligaciones» (Reyes Villamizar, 2011).

Por último, aparece una dimensión aún más amplia que la primera mencionada, y ésta dice que el Derecho de Sociedades aparece cuando se está en presencia de una persona jurídica. La sociedad constituye un ente intermedio entre el individuo y el Estado con fines propios distintos a los de los socios. Empleando una perspectiva de los sujetos de derecho, se entiende como sociedad cualquier entidad de derecho privado jurídicamente distinta a la o las personas que la integren. Dentro de esta doctrina, además de las corporaciones capitalistas y no capitalistas, cabrían las empresas individuales.

Algún lector podrá presentar confusión sobre la explicación precedente, pensando que sociedad y persona jurídica son sinónimos. A pesar de que la mayoría de las sociedades que contempla el Derecho toman la forma de persona jurídica6, el concepto de persona jurídica no equivale al de sociedad. Para hacer más explícita dicha diferencia vale hacer ciertos paralelismos generales: En primer lugar, los términos de empresa y de sociedad no son sinónimos. Lo cierto es que son conceptos que no deben confundirse. La empresa es un unidad económica y social (jurídicamente es una universalidad de hecho), mientras que las sociedades son un medio jurídico a través del cual se facilita la organización de aquella (Sandoval López, 2015). Y así, en segundo término, lo mismo ocurre con persona jurídica y sociedad. Las personas jurídicas son patrimonios organizados, mientras que las sociedades (al igual que para con la empresa) son la técnica de organización de esos patrimonios.

Tradicionalmente en las facultades de Derecho de Latinoamérica y de Europa del Sur se suelen estudiar a las sociedades desde las últimas dos dimensiones reseñadas, bajo la dicotomía dogmática de teoría contractual-teoría institucional. Pero lo cierto es que decantarse por una u otra teoría resulta un ejercicio bizantino, pues sobre ambas pueden hacerse diversos matices.

Es verdad que en un comienzo existe una voluntad de actuación conjunta en el tráfico jurídico, pero el destino de la sociedad no depende de lo que los socios individualmente deseen. La voluntad común recae únicamente a insertar en el tráfico jurídico el patrimonio que se ha conformado. Las personas que han manifestado esa voluntad común dan lugar a la constitución de una sola persona en el entendido de que el razonamiento ya no pasa por buscar la maximización de utilidad individual, sino que por la maximización de beneficios de ese patrimonio separado de los socios en el tráfico jurídico.

El destino de la sociedad y sus reglas no dependen del concurso de voluntades. Piénsese en el caso de una sociedad anónima cotizada. Lo único que une a los accionistas es su vinculación con la sociedad, su inversión en ella. Una relación no muy diferente, según Juan Esteban Puga (2020) a la de aportantes de un fondo mutuo. Esto se hace más evidente si se analiza la propiedad de una sociedad cotizada, caso en que los accionistas son «esencialmente prestamistas de capital y no propietarios, aunque puedan participar en decisiones tan infrecuentes como una fusión. Son propietarios de acciones, no de la sociedad» (Demsetz, 1967). En términos empleados por Maribel Sáez (2016) los socios en estos casos serían outsiders y no insiders.

Siguiendo el razonamiento económico dado en la tratativa de las sociedades cotizadas (a modo ejemplar para discutir la idea de la sociedad-contrato), incluso se puede discutir la idea del deber de lealtad de los socios. Aquí «el socio actúa como un inside manager, y como tal debe ser tratado, como un administrador puro y duro. La especialización del control en las sociedades cotizadas, los altos costes de información asimétrica y la im posibilidad de contratar convierten a la relación del socio de control con los socios externos en una relación fiduciaria en sentido estricto» (Sáez Lacave, 2016). Esto es, el deber de lealtad no funciona como un mandato de optimización, aparente regla general que ha dado por hecha la legislaciones latinoamericana e ibérica inspiradas en la doctrina alemana.

Pero tampoco las sociedades, entendidas personas jurídicas, son individuos ficticios porque no poseen las cualidades de los humanos7. Cuestión última que puede extrapolarse a todo lo referido a la persona jurídica en general, a la que no le es aplicable el Derecho de las Personas, sino que el Derecho de Contratos y el Derecho de las Cosas. Aquella dependencia de la figura del socio queda de manifiesto en el examen de las sociedades no cotizadas, específicamente en las de personas. Sin perjuicio de ello, no es posible de rehuir de instancias contractuales de la vida social de una cotizada, aunque sean muy excepcionales, como lo serían los pactos de accionistas o pactos parasociales.

Argumentado lo anterior, es posible concluir o presentar al debate que la dimensión económica del Derecho de Sociedades es la que mejor justifica su existencia y explica su origen y finalidad. El Derecho es una institución de orden social que facilita la cooperación entre individuos, y el Derecho de Sociedades es el mecanismo por el que esos individuos reducen los costes de transacción y aprovechan las ventajas comparativas y competitivas para alcanzar fines patrimoniales. Será, entonces, a partir de esa concepción donde rinda frutos trabajar.


1Aunque quizá sin ser conscientes de ello, como ocurre con el desarrollo del problema de agencia en los libros de docencia universitaria.

2Hago uso de las comillas porque hablar de «naturaleza» de una institución jurídica me parece utilizar un lenguaje metafísico que no corresponde con algo que es creado por los propios seres humanos.

3Reyes Villamizar (2011).

4Alfaro Águila-Real (2014) sostiene que la función del Derecho no es la de resolver conflictos humanos, sino que reducir los costes de cooperar.

5La definición excluye a otras formas de organización como las cooperativas y las mutuas que corresponderían a modelos empresariales de carácter “asociativos” y no sociedades propiamente tal al tenor de la legislación (Vásquez Palma, 2019). De igual forma ocurre con las empresas individuales, al no ser creadas por dos sujetos.

6La mayoría, pues existen sociedades legales como la sociedad conyugal que no toman la forma de persona jurídica.

7Véase al respecto la discusión sobre la titularidad de derechos fundamentales de las personas jurídicas: Alfaro Águila-Real (2020).

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